«No descubrirás el rostro humano que tienes delante mientras ignores al dios que está detrás de tus pasos.»
No es de recibo dar paso a la palabra con una autocita y menos hacerlo aquí.
Habrá
quien pregunte si el cristianismo no fue más que una invención de Pablo
de Tarso. Es posible que tal posibilidad albergue su parcela de
certidumbre. Sin el estrechamiento del mandamiento del amor con la
universalidad del pensamiento griego Jesucristo sería un desconocido.
Las letras sánscritas se desprenden de la pantalla.
La melodía oriental, como pátina, descansa en la fibra del transcurso. No lo viste, no lo acompaña. Caricia de madre oculta.
El
gran viaje, sin afán de sellar fronteras, es viaje del alma. Comunión
de ecos. Formas recogidas. Adentrarse en el anhelo dejando atrás la
exigencia.
La niebla de Montserrat, Oxford o el Ganges
son generosas. No cierran sus puertas. En ellas la distancia se diluye.
Dentro late la luz.
De la cripta del saber humilde y
cercano (apenas Santa Margalida) a la cripta de saber científico y a la
cripta del saber místico. Sin saltos. La vida abrazada toda.
El transcurso avanza discretamente, con amable sigilo.
Voces distintas, distintos altares, distintas latitudes, distintas llamadas... la cadencia no se rompe.
No hay premura. La pantalla es cándil cuando la noche aguarda.
Lámpara de fuego.
Los nombres de Dios, por distintos, no rompen puentes.
Un alma se dilata. Enfoque horizontal para elevar la mirada.
Como gotas de lluvia calma, se derraman las secuencias.
Sin ambición. Tributo humilde.
Gota de amor.
Presagio presagio de niebla clara.
por Enrique Pérez-Guerra (agosto 2011)